agua fría
cristalina
derretida
no saldría
tan herida
ni sabría
que eres fría
agua mía
pura vida
escalofría
sin lamidas
mil mentiras
agua fría
analogía repetida
por Marías
encendidas
Carolina
tan marina
siempre fría
desvestida
corrompida
tantas vías
desprendidas
sal mordida
enfermiza
engendraría
tanta cría
infinita
sin salida
y escondida
aclararía
la caricia
pretendida
viernes, 30 de noviembre de 2007
jueves, 29 de noviembre de 2007
Una Chica Escondida en Mi Cabeza
Te encanta inscribirte en los portones
Y pelear por tus hombros, que se pelan en agosto
Y espiar a tus hombres, que se pelean
(Y no por la primavera, que está a la vuelta de la esquina)
Es curioso: contra eso no puedo hacer nada, pero contra lo otro tampoco
Por eso me siento y espero que te canses de esperarme y aparezcas corriendo
De acá, no me muevo
Yo no me inscribo en peleas. Todavía
(No sé firmar bien)
Y pelear por tus hombros, que se pelan en agosto
Y espiar a tus hombres, que se pelean
(Y no por la primavera, que está a la vuelta de la esquina)
Es curioso: contra eso no puedo hacer nada, pero contra lo otro tampoco
Por eso me siento y espero que te canses de esperarme y aparezcas corriendo
De acá, no me muevo
Yo no me inscribo en peleas. Todavía
(No sé firmar bien)
Plumaje (o Por Qué No Atravesar Ese Espejo)
Las paredes están mejor pintadas de noche, pero la espontaneidad del piso reluce a la perfección los sábados a las once y veintidós, cuando el sol, que camina por sobre el techo del vecino de enfrente, se cuela por debajo del cúmulo de antiguas hendijas horizontales de la persiana gris, en ese sector de la ventana que separa a mi habitación de una selva.
Varias Palabras Desesperanzadoras
En una casona jugaban los críos
Raspaban las latas, caían al río
Lloraban perdidos, nadaban ahogados
Rodaban y el piso se abría a sus costados
Arriba en el living cortaban los trajes
Feroces salvajes de brazos fornidos
Oían aullidos, recordaban viajes
Los críos aullaban, sangraban perdidos
Transcurrieron siglos de gran retroceso
Los chicos de chicos pasaron a gritos
Perdidos en medio de amargos decenios
Sin risas, ni abrazos, ni besos, ni mitos
Después de eones de cargas pesadas
De muertes tan vanas, de melodías sosas
Salpican las fuentes que están tan cargadas
De nudos trabados y espinas de rosas
Raspaban las latas, caían al río
Lloraban perdidos, nadaban ahogados
Rodaban y el piso se abría a sus costados
Arriba en el living cortaban los trajes
Feroces salvajes de brazos fornidos
Oían aullidos, recordaban viajes
Los críos aullaban, sangraban perdidos
Transcurrieron siglos de gran retroceso
Los chicos de chicos pasaron a gritos
Perdidos en medio de amargos decenios
Sin risas, ni abrazos, ni besos, ni mitos
Después de eones de cargas pesadas
De muertes tan vanas, de melodías sosas
Salpican las fuentes que están tan cargadas
De nudos trabados y espinas de rosas
lunes, 26 de noviembre de 2007
sábado, 24 de noviembre de 2007
Omega, maestro
La Divina Oquedad, la serie que Rodrigo Terranova publicó viernes tras viernes durante los últimos dos años en el weblog Historietas Reales, llegó a su fin. Desde acá un abrazo enorme y un agradecimiento a Rodrigo por tantas tiras fabulosas, con guiones impecables y magníficamente ilustradas.
* Por acá se puede chequear La Divina Oquedad completa.
* Por acá se puede acceder a un blog con otras obras de Terranova.
(Ya sé. Viene muy pobre este blog. Ya aceleraré y se llenará, pasa que estoy estudiando mucho. O algo así.)
* Por acá se puede chequear La Divina Oquedad completa.
* Por acá se puede acceder a un blog con otras obras de Terranova.
(Ya sé. Viene muy pobre este blog. Ya aceleraré y se llenará, pasa que estoy estudiando mucho. O algo así.)
jueves, 8 de noviembre de 2007
La Mafia
El quinto día después del primero de marzo, Hernán se desnudó enfrente del espejo de una habitación cualquiera. Gritó. Chilló. Gimió. Trastornó a todo un edificio durante diecisiete minutos y se quedó dormido en el acto. Nadie esperaba un acontecimiento semejante a tan altas horas de la noche. Quebró una calma insoportable, mediocre. Despertó a un estudiante de escuela primaria; interrumpió a un viejo que rezaba arrodillado más arriba; cortó una discusión feroz entre una pareja de cuarenta y tantos.
El cuadro de Jesucristo ensangrentado nunca había sido lo suficientemente revelador para Hernán, que recién en ese momento se dio cuenta de que su destino había sido marcado eones atrás, entre explosiones volcánicas y tortugas gigantes. "La araña se sostiene por sí sola", se repetía el trabajador estatal mientras intentaba comprender de dónde provenía la magia de ese acto. De fondo, música liviana. Radio. Tom Jones, o los Bee Gees.
El desconcierto no había sido suficiente para el resto de la estructura humana. La piel de gallina había ganado esta vez. Entonces, sin hombres de azul alrededor ni sirenas danzantes, Hernán amaneció triturado por los rayos de las seis de la mañana. Pensó en el trabajo. Pensó en el cerdo de Trífodo Terruño y su sudor grueso. En las gotas de agua resbalando por la expendedora de agua tibia. En el kamikaze de Harrison Ford tratando de salvar a su familia en la pantallita de la secretaria del director general. Y se preguntó: "¿para qué?". "La mafia allá, la mafia acá", y volvió a dormirse, arrodillado en el piso.
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El murmullo iba creciendo sin parar a medida que Juan subía las escaleras. "La escuela es insoportable", razonaba con razón. Y era miércoles. ¡Horror! Todavía quedaban dos días antes del fin de semana. Dos días más de ver a la señorita de inglés con su peinado prolijo y aburrido; dos días más de hacer fila en el patio, con el sol perforando la cabeza y el imbécil de Marcos pateándole la pierna. Dos días más de verla a ella.
El murmullo se convirtió en griterío, en el ruido fuerte de las señoras que gritan en las películas de terror que mira Martín, el vecino de abajo. Juan empezó a subir las escaleras a los apurones, temeroso de que su familia tuviera algo que ver con los ruidos. Se tropezó, se cayó, y sin embargo el raspón de la pierna no fue suficiente para pararlo. Subió los tres pisos siguientes con la pierna llorando sangre y llegó a donde quería: un pasillo largo lleno de gente mirando hacia adentro de un departamento. El corazón le empezó a latir más rápido. Sintió algo indefinido; algo parecido a eso que sentía cada vez que la veía a ella llegar a la escuela con su mochila roja. Sintió que los músculos de la cara le dolían, se dio cuenta de que estaba más que serio, petrificado por la escena que tenía frente a sus ojos.
Tomó velocidad para atravesar el pasillo en dos segundos y preguntarle al señor Molinari qué estaba ocurriendo, pero antes de llegar un brazo fuerte lo frenó y lo arrastró hasta el ascensor del medio. El dueño del brazo era una persona desconocida, con un arma en el bolsillo y bigotes finos. "Nene, ¿en qué piso vivís?", preguntó el hombre, flaco, alto. La ausencia de respuesta de Juan fue suficiente para el uniformado, que lo dejó en el piso ocho. Lo empujó, mejor dicho. Lo tiró. "Y ni se te ocurra volver a bajar al quinto, pibe".
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Entró al departamento asustado, con una mezcla nueva de sensaciones. Dos pájaros de pico largo charlaban en la ventana y la luz roja del sol falleciente se colaba por todas partes. Se sacó la remera transpirada, se limpió la cara y abrió la heladera. Tomó leche de una botella verde y se tiró en un sillón, callado. Cerró los ojos y se desvaneció.
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"¡Sé fuerte, puto!", gritaba el hombre flaco del ascensor, que sostenía una espada enorme y fina y tenía puesta una vincha en lugar de la gorra angular que vestía algunos minutos atrás. Cinco sábanas flotaban en el aire y un loro se apoyó en el hombro de Juan. Era raro el loro, absurdo. Se reía con una carcajada dibujada, los ojos parecían espirales. "¡Acordate del muñeco! ¡Acordate, Juan! ¡Va a volver!". La repetición de esas palabras en su oreja izquierda no tenía sentido para el estudiante, que cada vez se sentía más confundido. Se sorprendió, también, al ver que debajo de sus pies había agua. Agua hirviendo y, alrededor, paredes de teflón. El hombre azul estaba parado encima de una tabla blanca enorme, a la cual pececitos naranjas mordisqueaban de vez en cuando. "¡Puto! ¿Por qué te metés en donde no te llaman? ¡Te va a extrañar tu mamita!". Y la tabla se hacía cada vez más chica, más fina. El hombre se cayó, desapareció entre las olas, el humo y los pececitos. Desapareció con una carcajada. El loro empezó a picotear la oreja de Juan. Dolor. Sangre. Clic.
El cuadro de Jesucristo ensangrentado nunca había sido lo suficientemente revelador para Hernán, que recién en ese momento se dio cuenta de que su destino había sido marcado eones atrás, entre explosiones volcánicas y tortugas gigantes. "La araña se sostiene por sí sola", se repetía el trabajador estatal mientras intentaba comprender de dónde provenía la magia de ese acto. De fondo, música liviana. Radio. Tom Jones, o los Bee Gees.
El desconcierto no había sido suficiente para el resto de la estructura humana. La piel de gallina había ganado esta vez. Entonces, sin hombres de azul alrededor ni sirenas danzantes, Hernán amaneció triturado por los rayos de las seis de la mañana. Pensó en el trabajo. Pensó en el cerdo de Trífodo Terruño y su sudor grueso. En las gotas de agua resbalando por la expendedora de agua tibia. En el kamikaze de Harrison Ford tratando de salvar a su familia en la pantallita de la secretaria del director general. Y se preguntó: "¿para qué?". "La mafia allá, la mafia acá", y volvió a dormirse, arrodillado en el piso.
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El murmullo iba creciendo sin parar a medida que Juan subía las escaleras. "La escuela es insoportable", razonaba con razón. Y era miércoles. ¡Horror! Todavía quedaban dos días antes del fin de semana. Dos días más de ver a la señorita de inglés con su peinado prolijo y aburrido; dos días más de hacer fila en el patio, con el sol perforando la cabeza y el imbécil de Marcos pateándole la pierna. Dos días más de verla a ella.
El murmullo se convirtió en griterío, en el ruido fuerte de las señoras que gritan en las películas de terror que mira Martín, el vecino de abajo. Juan empezó a subir las escaleras a los apurones, temeroso de que su familia tuviera algo que ver con los ruidos. Se tropezó, se cayó, y sin embargo el raspón de la pierna no fue suficiente para pararlo. Subió los tres pisos siguientes con la pierna llorando sangre y llegó a donde quería: un pasillo largo lleno de gente mirando hacia adentro de un departamento. El corazón le empezó a latir más rápido. Sintió algo indefinido; algo parecido a eso que sentía cada vez que la veía a ella llegar a la escuela con su mochila roja. Sintió que los músculos de la cara le dolían, se dio cuenta de que estaba más que serio, petrificado por la escena que tenía frente a sus ojos.
Tomó velocidad para atravesar el pasillo en dos segundos y preguntarle al señor Molinari qué estaba ocurriendo, pero antes de llegar un brazo fuerte lo frenó y lo arrastró hasta el ascensor del medio. El dueño del brazo era una persona desconocida, con un arma en el bolsillo y bigotes finos. "Nene, ¿en qué piso vivís?", preguntó el hombre, flaco, alto. La ausencia de respuesta de Juan fue suficiente para el uniformado, que lo dejó en el piso ocho. Lo empujó, mejor dicho. Lo tiró. "Y ni se te ocurra volver a bajar al quinto, pibe".
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Entró al departamento asustado, con una mezcla nueva de sensaciones. Dos pájaros de pico largo charlaban en la ventana y la luz roja del sol falleciente se colaba por todas partes. Se sacó la remera transpirada, se limpió la cara y abrió la heladera. Tomó leche de una botella verde y se tiró en un sillón, callado. Cerró los ojos y se desvaneció.
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"¡Sé fuerte, puto!", gritaba el hombre flaco del ascensor, que sostenía una espada enorme y fina y tenía puesta una vincha en lugar de la gorra angular que vestía algunos minutos atrás. Cinco sábanas flotaban en el aire y un loro se apoyó en el hombro de Juan. Era raro el loro, absurdo. Se reía con una carcajada dibujada, los ojos parecían espirales. "¡Acordate del muñeco! ¡Acordate, Juan! ¡Va a volver!". La repetición de esas palabras en su oreja izquierda no tenía sentido para el estudiante, que cada vez se sentía más confundido. Se sorprendió, también, al ver que debajo de sus pies había agua. Agua hirviendo y, alrededor, paredes de teflón. El hombre azul estaba parado encima de una tabla blanca enorme, a la cual pececitos naranjas mordisqueaban de vez en cuando. "¡Puto! ¿Por qué te metés en donde no te llaman? ¡Te va a extrañar tu mamita!". Y la tabla se hacía cada vez más chica, más fina. El hombre se cayó, desapareció entre las olas, el humo y los pececitos. Desapareció con una carcajada. El loro empezó a picotear la oreja de Juan. Dolor. Sangre. Clic.
Fuego de Luna
“Lo más admirable de lo fantástico es que lo fantástico no existe. Todo es real”. – André Breton.
“Si mi mejor amigo, muerto hace mucho, se me apareciese, tocase mi oreja con sus dedos y la inflamase instantáneamente, yo no creería que venía del infierno; yo no creería por eso ni en Dios, ni en la Inmaculada Concepción, ni en que la Virgen me puede ayudar en los exámenes. Pensaría sólo: ‘Luis, aquí tienes otro misterio que tampoco comprendes’”. – Luis Buñuel.
¡No sabés lo que me pasó la otra noche! Resulta que estaba con Manuel en mi habitación. Estábamos escuchando música, charlando, cuando empezamos a escuchar ruidos en la escalera. Era muy raro. En mi habitación estaba prendida una de las luces del techo, y de repente empezó a apagarse y prenderse, se iba y volvía, se iba y volvía. A los diez segundos, más o menos, se estabilizó, pero para ese momento ya estábamos muertos de miedo.
Volviendo a los ruidos: era como el sonido que hacen los grillos, pero muchísimo más fuerte y filoso. De repente, Chester se puso a ladrar, cosa muy rara... ¿Qué me mirás con esa cara? Sí, dos grandulones de diecinueve años muertos de miedo, ¿qué tiene? Tendrías que haber estado ahí, con nosotros, a ver si te hacías la viva...
Bueno, el asunto es que bajamos el volumen de la música, porque cada vez nos alteraba más. Ya iban como dos minutos del ruido y nosotros paralizados, mirándonos, sin decir nada. Apagamos la luz, no sé por qué. Fue algo bastante insensato. El tema es que los ruidos fueron haciéndose más fuertes y, encima, por la hendija de debajo de la puerta se empezó a ver una luz naranja.
Te podés imaginar cómo nos pusimos... Manuel estaba temblando y yo sentía que el corazón me latía cada vez más y más rápido. Ahora que pienso en frío, no entiendo por qué no salimos por la ventana. Bah, sí entiendo por qué: porque no podíamos ni pensar, ni movernos, ni hablar, ni nada.
De un momento al otro, los ladridos del perro pararon, después chilló durante varios segundos y se calló de repente. Me hubiera preocupado si no hubiera sido porque en ese momento no era capaz ni de respirar.
Ahora el ruido se iba amplificando: ya no sonaba como grillos, sino como ratas. ¿Viste cuando escuchás a montones de ratas juntas, amontonadas, haciendo esos sonidos que ponen la piel de gallina? Bueno, así.
En ese momento, junté coraje, respiré hondo, y le dije a Manuel: “¿qué hacemos?”. Me quiso contestar algo, pero apenas balbuceó un par de sonidos ininteligibles y se quedó mirando a un punto fijo con los ojos helados, nerviosos.
Me di cuenta, entonces, de que el ruido no solamente sonaba cada vez más fuerte, sino que estaba más cerca que al principio. Lo sentía al lado de mi oreja. Lo que pasa es que se iba acercando tan despacio que no me había dado cuenta antes. También el naranja, que seguía entrando por debajo de la puerta, era más brillante. Era fácil darse cuenta de que todo el rectángulo de la escalera estaba de ese color. El calor que llegaba a la habitación, noté en ese momento, era insoportable. De hecho, estaba transpirando muchísimo. Es increíble todas las cosas que te pueden pasar sin que te avives cuando estás asustado.
Bueno, ahora seguramente te estarás preguntando cómo terminó todo. Aunque te parezca mentira, lo próximo que recuerdo es que me despertaba, con el sol entrando furiosísimo por las cinco ventanas. Yo estaba tirado en el puff negro y Manuel sentado en la cama, apoyado contra la pared. Cuando lo miré, él estaba abriendo los ojos. Tardé unos segundos en darme cuenta de que el equipo de música, el ventilador y la computadora estaban desenchufados.
Hablamos un rato sobre lo de la noche anterior, y él también se acordaba de todo. En fin, quisimos bajar a comer algo porque teníamos hambre, pero por un lado no nos animábamos a salir de la pieza y bajar la escalera.
Teníamos que hacerlo sí o sí, así que abrí la puerta sin pensar demasiado. Para nuestro asombro, estaba todo en perfectas condiciones. Chester durmiendo en el patio, nada fuera de lo normal. Lo único curioso fue que encontramos un fósforo usado en un peldaño de la escalera.
“Si mi mejor amigo, muerto hace mucho, se me apareciese, tocase mi oreja con sus dedos y la inflamase instantáneamente, yo no creería que venía del infierno; yo no creería por eso ni en Dios, ni en la Inmaculada Concepción, ni en que la Virgen me puede ayudar en los exámenes. Pensaría sólo: ‘Luis, aquí tienes otro misterio que tampoco comprendes’”. – Luis Buñuel.
¡No sabés lo que me pasó la otra noche! Resulta que estaba con Manuel en mi habitación. Estábamos escuchando música, charlando, cuando empezamos a escuchar ruidos en la escalera. Era muy raro. En mi habitación estaba prendida una de las luces del techo, y de repente empezó a apagarse y prenderse, se iba y volvía, se iba y volvía. A los diez segundos, más o menos, se estabilizó, pero para ese momento ya estábamos muertos de miedo.
Volviendo a los ruidos: era como el sonido que hacen los grillos, pero muchísimo más fuerte y filoso. De repente, Chester se puso a ladrar, cosa muy rara... ¿Qué me mirás con esa cara? Sí, dos grandulones de diecinueve años muertos de miedo, ¿qué tiene? Tendrías que haber estado ahí, con nosotros, a ver si te hacías la viva...
Bueno, el asunto es que bajamos el volumen de la música, porque cada vez nos alteraba más. Ya iban como dos minutos del ruido y nosotros paralizados, mirándonos, sin decir nada. Apagamos la luz, no sé por qué. Fue algo bastante insensato. El tema es que los ruidos fueron haciéndose más fuertes y, encima, por la hendija de debajo de la puerta se empezó a ver una luz naranja.
Te podés imaginar cómo nos pusimos... Manuel estaba temblando y yo sentía que el corazón me latía cada vez más y más rápido. Ahora que pienso en frío, no entiendo por qué no salimos por la ventana. Bah, sí entiendo por qué: porque no podíamos ni pensar, ni movernos, ni hablar, ni nada.
De un momento al otro, los ladridos del perro pararon, después chilló durante varios segundos y se calló de repente. Me hubiera preocupado si no hubiera sido porque en ese momento no era capaz ni de respirar.
Ahora el ruido se iba amplificando: ya no sonaba como grillos, sino como ratas. ¿Viste cuando escuchás a montones de ratas juntas, amontonadas, haciendo esos sonidos que ponen la piel de gallina? Bueno, así.
En ese momento, junté coraje, respiré hondo, y le dije a Manuel: “¿qué hacemos?”. Me quiso contestar algo, pero apenas balbuceó un par de sonidos ininteligibles y se quedó mirando a un punto fijo con los ojos helados, nerviosos.
Me di cuenta, entonces, de que el ruido no solamente sonaba cada vez más fuerte, sino que estaba más cerca que al principio. Lo sentía al lado de mi oreja. Lo que pasa es que se iba acercando tan despacio que no me había dado cuenta antes. También el naranja, que seguía entrando por debajo de la puerta, era más brillante. Era fácil darse cuenta de que todo el rectángulo de la escalera estaba de ese color. El calor que llegaba a la habitación, noté en ese momento, era insoportable. De hecho, estaba transpirando muchísimo. Es increíble todas las cosas que te pueden pasar sin que te avives cuando estás asustado.
Bueno, ahora seguramente te estarás preguntando cómo terminó todo. Aunque te parezca mentira, lo próximo que recuerdo es que me despertaba, con el sol entrando furiosísimo por las cinco ventanas. Yo estaba tirado en el puff negro y Manuel sentado en la cama, apoyado contra la pared. Cuando lo miré, él estaba abriendo los ojos. Tardé unos segundos en darme cuenta de que el equipo de música, el ventilador y la computadora estaban desenchufados.
Hablamos un rato sobre lo de la noche anterior, y él también se acordaba de todo. En fin, quisimos bajar a comer algo porque teníamos hambre, pero por un lado no nos animábamos a salir de la pieza y bajar la escalera.
Teníamos que hacerlo sí o sí, así que abrí la puerta sin pensar demasiado. Para nuestro asombro, estaba todo en perfectas condiciones. Chester durmiendo en el patio, nada fuera de lo normal. Lo único curioso fue que encontramos un fósforo usado en un peldaño de la escalera.
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