jueves, 8 de noviembre de 2007

La Mafia

El quinto día después del primero de marzo, Hernán se desnudó enfrente del espejo de una habitación cualquiera. Gritó. Chilló. Gimió. Trastornó a todo un edificio durante diecisiete minutos y se quedó dormido en el acto. Nadie esperaba un acontecimiento semejante a tan altas horas de la noche. Quebró una calma insoportable, mediocre. Despertó a un estudiante de escuela primaria; interrumpió a un viejo que rezaba arrodillado más arriba; cortó una discusión feroz entre una pareja de cuarenta y tantos.

El cuadro de Jesucristo ensangrentado nunca había sido lo suficientemente revelador para Hernán, que recién en ese momento se dio cuenta de que su destino había sido marcado eones atrás, entre explosiones volcánicas y tortugas gigantes. "La araña se sostiene por sí sola", se repetía el trabajador estatal mientras intentaba comprender de dónde provenía la magia de ese acto. De fondo, música liviana. Radio. Tom Jones, o los Bee Gees.

El desconcierto no había sido suficiente para el resto de la estructura humana. La piel de gallina había ganado esta vez. Entonces, sin hombres de azul alrededor ni sirenas danzantes, Hernán amaneció triturado por los rayos de las seis de la mañana. Pensó en el trabajo. Pensó en el cerdo de Trífodo Terruño y su sudor grueso. En las gotas de agua resbalando por la expendedora de agua tibia. En el kamikaze de Harrison Ford tratando de salvar a su familia en la pantallita de la secretaria del director general. Y se preguntó: "¿para qué?". "La mafia allá, la mafia acá", y volvió a dormirse, arrodillado en el piso.

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El murmullo iba creciendo sin parar a medida que Juan subía las escaleras. "La escuela es insoportable", razonaba con razón. Y era miércoles. ¡Horror! Todavía quedaban dos días antes del fin de semana. Dos días más de ver a la señorita de inglés con su peinado prolijo y aburrido; dos días más de hacer fila en el patio, con el sol perforando la cabeza y el imbécil de Marcos pateándole la pierna. Dos días más de verla a ella.

El murmullo se convirtió en griterío, en el ruido fuerte de las señoras que gritan en las películas de terror que mira Martín, el vecino de abajo. Juan empezó a subir las escaleras a los apurones, temeroso de que su familia tuviera algo que ver con los ruidos. Se tropezó, se cayó, y sin embargo el raspón de la pierna no fue suficiente para pararlo. Subió los tres pisos siguientes con la pierna llorando sangre y llegó a donde quería: un pasillo largo lleno de gente mirando hacia adentro de un departamento. El corazón le empezó a latir más rápido. Sintió algo indefinido; algo parecido a eso que sentía cada vez que la veía a ella llegar a la escuela con su mochila roja. Sintió que los músculos de la cara le dolían, se dio cuenta de que estaba más que serio, petrificado por la escena que tenía frente a sus ojos.

Tomó velocidad para atravesar el pasillo en dos segundos y preguntarle al señor Molinari qué estaba ocurriendo, pero antes de llegar un brazo fuerte lo frenó y lo arrastró hasta el ascensor del medio. El dueño del brazo era una persona desconocida, con un arma en el bolsillo y bigotes finos. "Nene, ¿en qué piso vivís?", preguntó el hombre, flaco, alto. La ausencia de respuesta de Juan fue suficiente para el uniformado, que lo dejó en el piso ocho. Lo empujó, mejor dicho. Lo tiró. "Y ni se te ocurra volver a bajar al quinto, pibe".

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Entró al departamento asustado, con una mezcla nueva de sensaciones. Dos pájaros de pico largo charlaban en la ventana y la luz roja del sol falleciente se colaba por todas partes. Se sacó la remera transpirada, se limpió la cara y abrió la heladera. Tomó leche de una botella verde y se tiró en un sillón, callado. Cerró los ojos y se desvaneció.

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"¡Sé fuerte, puto!", gritaba el hombre flaco del ascensor, que sostenía una espada enorme y fina y tenía puesta una vincha en lugar de la gorra angular que vestía algunos minutos atrás. Cinco sábanas flotaban en el aire y un loro se apoyó en el hombro de Juan. Era raro el loro, absurdo. Se reía con una carcajada dibujada, los ojos parecían espirales. "¡Acordate del muñeco! ¡Acordate, Juan! ¡Va a volver!". La repetición de esas palabras en su oreja izquierda no tenía sentido para el estudiante, que cada vez se sentía más confundido. Se sorprendió, también, al ver que debajo de sus pies había agua. Agua hirviendo y, alrededor, paredes de teflón. El hombre azul estaba parado encima de una tabla blanca enorme, a la cual pececitos naranjas mordisqueaban de vez en cuando. "¡Puto! ¿Por qué te metés en donde no te llaman? ¡Te va a extrañar tu mamita!". Y la tabla se hacía cada vez más chica, más fina. El hombre se cayó, desapareció entre las olas, el humo y los pececitos. Desapareció con una carcajada. El loro empezó a picotear la oreja de Juan. Dolor. Sangre. Clic.

3 comentarios:

Josef Gaishun dijo...

Escrito así nomás. Urgente, apurado, casi sin pulir. Y sin terminar.

Salud.

Anónimo dijo...

Alv! Al fin sus palabras por aquí, algunos lo estábamos esperando. Siga, que promete.

Beso
Lu

Josef Gaishun dijo...

¡Lu!

Muchas gracias por tus palabras, es un gusto tenerte por acá. Yo también espero seguir, aunque dudosamente por estos días, ya que están repletos de exámenes y esas cosas que imposibilitan mantener weblogs con cierta continuidad.

Pero en algunos días volveré a postear textos; algunos nuevos, otros viejos, otros ni tanto ni tan poco.

Ojalá que pases seguido y que disfrutes de la lectura.


Un beso