No me es desconocido que muchos tenían y tienen la opinión de que las cosas del mundo son gobernadas de tal modo por la fortuna y por Dios, que los hombres con su prudencia no pueden corregirlas, e incluso que no tienen ningún remedio. Por esto podrían juzgar que no vale la pena fatigarse mucho en tales ocasiones, sino que hay que dejarse gobernar por la suerte. Esta opinión está más acreditada en nuestros tiempos a causa de las grandes mudanzas de las cosas que se vieron y se ven todos los días, fuera de toda conjetura humana. Pensando yo alguna vez en ello, me incliné en cierto modo hacia esta opinión.
Sin embargo, como nuestro libre albedrío no está anonadado, juzgo que puede ser verdad que la fortuna sea el árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que también ellas nos dejan gobernar la otra mitad, aproximadamente, a nosotros. La comparo con uno de esos ríos fatales que, cuando se embravecen, inundan las llanuras, derriban los árboles y los edificios, quitan terreno de un paraje y lo llevan a otro: todos huyen en cuanto le ven, todos ceden a su ímpetu sin poder resistirle. Y, a pesar de que estén hechos de esta manera, no por ello sucede menos que los hombres, cuando están serenos los temporales, pueden tomar precauciones con diques y esclusas, de modo que, cuando crece de nuevo, o correrá por un canal, o su ímpetu no será tan licencioso ni perjudicial.
Fragmento del capítulo XXV de Il Principi (1513), de Niccolò Machiavelli -o Nicolás Maquiavelo, como es más conocido por estas pampas.
Es cierto, el muchacho tiene algunas cosas no muy queribles (es más, se manda una barrabasada misógina en este mismo capítulo), pero también tiene momentos notables, en los cuales incluso brilla poéticamente. Acá, por ejemplo, lo podemos leer mandándose una quijotada de aquellas al limitar (bueno, más bien eliminar) el poderío de Dios en las vidas de los humanos. Claro que de un modo particular y con cierta sutileza necesaria en la época. Pero te quisiera ver a vos escribiendo eso en 1513.
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