Efectos de la droga en ciertas tardes lúgubres en el cuarto de Julien, y Julien que seguía sentado sin prestarle la menor atención, contemplando fríamente el vacío gris polilla moviéndose sólo de vez en cuando para cerrar la ventana o modificar el cruce de las piernas, los ojos fijos y abiertos en una meditación tan larga y tan misteriosa y como digo tan de Cristo realmente, tan exteriormente de cordero, que era suficiente para enloquecer a cualquiera, decía yo, vivir allí aunque fuera un solo día con Julien o con Wallenstein (otro del mismo tipo) o Mike Murphy (otro del mismo tipo), los subterráneos con sus lúgubres meditaciones perdurables. Y la muchacha en ese momento dócil, esperando en un rincón oscuro, como yo bien recordaba la vez que estaba en Big Sur y Victor llegó con su motocicleta literalmente hecha en casa, y con la pequeña Dorie Kiehl, había una fiesta en la casita de campo de Patsy, cerveza, velas, radio, conversación, y sin embargo durante la primera hora los recién llegados, con sus cómicas ropas andrajosas, y él con esa barba y ella con esos ojos serios y sombríos, se habían quedado sentados prácticamente escondidos detrás de las sombras de las velas, de modo que nadie pudiera verlos, y como no decían tampoco absolutamente nada sino sencillamente (cuando no escuchaban) meditaban, fruncían el ceño, subsistían, finalmente hasta yo me olvidé de su presencia; y esa misma noche, más tarde, durmieron en una caseta para perros en el campo bajo el vacío neblinoso de la Noche Estrellada de la costa del Pacífico, y con el mismo humilde silencio no hicieron ningún comentario por la mañana. Victor, siempre en mi recuerdo, el máximo exagerador de las tendencias al silencio de la generación de los hipsters subterráneos, el misterio bohemio, las drogas, la barba, la semisantidad y, como pude descubrir después, la insuperable mala educación (como George Sanders en La luna y seis peniques); del mismo modo Mardou, una muchacha sana por derecho propio y proveniente del aire libre y abierto dispuesta al amor, se escondía ahora en un rincón mohoso esperando que Julien le hablara. De vez en cuando en medio del «incesto» general, astuta y silenciosamente, mediante algún acuerdo de las partes o maniobras secretas de estado, se la habían cambiado de manos, o sencillamente, lo más probable, habían dicho: «Oye, Ross, llévate a Mardou contigo esta noche, quisiera acostarme con Rita para variar», y había debido quedarse en casa de Ross durante una semana, fumando las cenizas volcánicas, perdiendo la razón (con el agregado de la tensa ansiedad de una incorrecta actividad sexual, ya que las eyaculaciones prematuras de esos anémicos maquereaux la dejaban en suspenso, presa de la tensión y del asombro). «Yo era apenas una muchachita inocente cuando los conocí, independiente y en cierto modo, bueno, no feliz ni nada por el estilo, pero con la impresión de que algo debía hacer; quería ir a una escuela nocturna, no me faltaba trabajo, podía encuadernar en la casa de Olstad y en algunos pequeños establecimientos allá en Harrison; la maestra de arte, pobrecita, me decía en la escuela que yo podía llegar a ser una gran escultora y en ese entonces vivía con otras compañeras y me compraba la ropa que me hacía falta y en general me las arreglaba bastante bien» (chupándome el labio, y ese breve «cuk» de la garganta al tragar aire rápidamente con melancolía, como resfriada, como se oye en las gargantas de los grandes bebedores, pero ella no es una bebedora sino una que se entristece a sí misma) (suprema, oscura) (enroscando mejor un brazo cálido alrededor de mi cuerpo) «y él allí tendido diciendo ¿qué pasa? y no consigo entenderlo...» No puedo comprender de pronto lo que ha ocurrido porque ha perdido la razón, el reconocimiento cotidiano de su propia persona, y siente el zumbido fantástico del misterio, realmente no sabe quién es y para qué y dónde está, mira por la ventana y la ciudad, San Francisco, es el escenario desnudo, desolado e inmenso de alguna broma gigantesca que se perpetra contra ella. «Dándole la espalda, no sabía qué pensaba Ross, ni siquiera qué hacía.» No tenía una sola prenda encima, se había levantado de las sábanas satisfechas del hombre para detenerse frente al baño gris de la hora melancólica meditando qué hacer, adónde ir. Y cuanto más permanecía allí con el dedo en la boca, más le repetía él «¿Qué pasa, mujer?» (por último se aburrió de preguntárselo y la dejó tranquila donde estaba), y tanto más sentía ella la presión interna que quería estallar y la explosión que se acercaba; por fin dio un gigantesco paso hacia adelante tragando saliva aterrada, todo parecía claro, el peligro estaba en el aire, estaba escrito en las sombras, en el lóbrego polvo detrás de la mesa de dibujo en el rincón, en los cubos de basura, en el gotear gris del día que chorreaba a lo largo de la pared y entraba por la ventana, en los ojos hundidos de la gente, y salió corriendo del cuarto. «¿Qué dijo?»
«Nada, no se movió, pero apenas había alzado la cabeza de la almohada cuando volví a mirarla al cerrar la puerta; estaba desnuda en el callejón, no me importaba, estaba tan absorta en esta comprensión de todo, sabía que era una muchacha inocente». «Un bebé desnudo, diablos» (Y para mí: «Dios santo, esta muchacha, Adam tiene razón, está loca, yo no hubiera hecho nada parecido, el ataque me daría como la vez que tomé la benzendrina con Honey en 1945 y me creí que ella quería usar mi cuerpo para hacer andar el coche del grupo, y el derrumbe y las llamas, pero no cabe duda de que nunca saldría por las calles de San Francisco desnudo, aunque tal vez lo habría hecho si me hubiera parecido que se imponía una decisión inmediata, oh sí») y la miré pensando si estaría diciéndome la verdad. Estaba en el callejón, preguntándose quién era, de noche, en medio de una neblina que era casi llovizna, en medio del silencio de San Francisco dormida, los barcos de la bahía, la mortaja sobre la bahía de esas grandes nieblas de boca con garras, la aureola de luz cósmica y fantástica que se elevaba en medio de los anuncios luminosos y de Alcatraz, su corazón que latía rumorosamente en la calma, la fresca paz oscura. Subida a una cerca divisoria de madera, esperando, para ver si le llegaba alguna idea desde afuera, diciéndole lo que debía hacer ahora, y llena de importancia y de anuncios, porque debía ser exacta, y sólo una vez lo sería. «Un desliz en la dirección equivocada...», su manía de la dirección, decidir si debía bajar de un lado de la cerca o del otro, el espacio interminable que se extendía en cuatro direcciones, los hombres de sombrero negro que iban al trabajo por las calles lustrosas sin preocuparse de la muchacha desnuda escondida en la neblina, o si hubieran estado cerca y la hubieran visto se habrían detenido en círculo sin tocarla, simplemente esperando que las autoridades policiales vinieran y se la llevaran en el camión, con sus ojos desinteresados y fatigados, chatos de opaca vergüenza, observando cada una de las partes de su cuerpo, el bebé desnudo. Cuanto más tiempo se quede subida a la cerca, menos será capaz de decidirse por fin a bajar, y arriba, en el cuarto, Ross Wallenstein ni siquiera se mueve de la cama revuelta, imaginándola acurrucada en el vestíbulo de la casa, o tal vez se ha dormido nuevamente, envuelto en su propia piel. La noche lluviosa, descendiendo por todas partes, besando en todas partes a los hombres, las mujeres y las ciudades en un solo baño de triste poesía, con hileras de miel de Ángeles en la altura sonando las trompetas por encima de los finales, e inmensos como el Pacífico, cantos de Paraíso como mortajas orientales, un cese del temor aquí abajo. Se acuclilla sobre la cerca, la llovizna ligera perla sus hombros morenos, estrellas en su cabello, sus ojos salvajes ahora indios miran fijamente la Negrura con un vaho que emana de su boca morena, la desdicha como cristales de hielo sobre las mantas de los ponies de sus antepasados indios, la llovizna sobre la aldea india hace tanto tiempo, y el humo de los pobres que emergía arrastrándose de debajo de la tierra y cuando una madre afligida desgranaba maíz y lo hervía en esos milenios sin esperanza; el canto de la banda de cazadores asiáticos que atravesaba ruidosamente la última costilla de tierra de Alaska en dirección a los Aullidos del Nuevo Mundo (para ellos y ahora para los ojos de Mardou el Reino eventual del inca, del maya y del azteca vastamente brillante de serpientes de oro y templos tan nobles como Grecia, Egipto, las largas mandíbulas ralas y las narices chatas de los templos y el salto de esas mandíbulas al hablar hasta que los españoles de Cortés, los vagabundos y fatigados europeos de Pizarro, con sus afeminados bombachos holandeses, llegaron pisoteando las cañas de las llanuras para descubrir ciudades resplandecientes de Ojos Indios, altas, paisajísticas, buleváricas, ritualizadas, heráldicas, empavesadas bajo ese mismo Sol del Nuevo Mundo hacia el cual se elevaba el corazón estremecido), su corazón que latía bajo la lluvia de San Francisco, sobre la cerca, de cara a las verdades últimas, dispuesta a partir, a correr por la tierra y volver y replegarse nuevamente donde estaba y donde estaba todo, consolándose a sí misma con visiones de verdad, bajando de la cerca, avanzando de puntillas, descubriendo un zaguán, temblando, entrando subrepticiamente...
Fragmento de The Subterraneans (1958), de Jack Kerouac.
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