Tomé un taxi. Reparaba ahora en que no tenía coche, y eso en una ciudad en que no había nadie, a partir de un sueldo determinado, que no lo tuviera (hasta mi colega Avandero tenía uno); en cualquier caso, tampoco habría sabido conducirlo. Nunca le había dado ninguna importancia, pero frente a Claudia ahora me sentía avergonzado. Y Claudia, en cambio, todo lo encontraba de lo más natural, porque -decía- un coche en mis manos seguro que habría sido un desastre; con gran contrariedad por mi parte, se enorgullecía de minimizar todas mis capacidades prácticas y de basar su estima por mí sobre otras dotes que, sin embargo, no se entendía cuáles pudieran ser.
Así pues, tomamos un taxi; me cayó en suerte un coche desvencijado, conducido por un viejo. Yo trataba de ridiculizar este aspecto destartalado, como de desecho, que inevitablemente tomaba la vida en torno a mí, pero ella no sufría por la fealdad del taxi, como si estas cosas no pudiesen afectarla, y no sabía si sentirme aliviado o bien abandonado más que nunca a mi destino.
Fragmento de La Nuvola di Smog (1959), de Italo Calvino.
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