viernes, 19 de septiembre de 2008

Sobre teatro, música, críticos, ignorancia y artistas idiotas

Toda representación teatral participa de la condición fluyente, huidiza, de la música. Se borra, a medida que transcurre. Va aniquilándose, cada noche, mientras se acerca a su forma definitiva. Cuando el drama ha terminado ya es irrecuperable. (Y quizá hubo una noche única en que Hamlet fue irrepetiblemente Hamlet, no digo el que escribió Shakespeare sino el único, el arquetipo; quizás unos iluminados músicos tocaron alguna vez, o tocarán, la Sinfonía 40, de Mozart). Pienso en esas transitorias estatuillas de tiza, que destruía Giacometti, nacidas para ser bellas sólo unas horas. Pienso en la vida, en suma.

Yo no vi ni veré ese Israfel ideal, pero vi (acabé de ver) su sentido, en un gesto de Alfredo Alcón, en un ensayo. Con ese gesto subió Israfel al escenario, y ése es el que quiero fijar ahora, para perderlo menos.

Suele negársele al dramaturgo autoridad para hablar de la puesta en escena. Muy razonable. Yo, por ejemplo, ignoro todavía cuál es la zona del teatro que los entendidos llaman foro. Cosa que no me resulta un gran obstáculo, lo confieso, para tener una idea general del mundo. A eso aludo cuando escribo sentido. Pensar puedo, aunque me resulte indescifrable el tablero de los spots. Pero también esta autoridad suele negársele al escritor, autoridad para razonar sobre su propia obra, vale decir, sobre sus propias ideas: que se supone estarán contenidas en ella. El artista es una especie de loco, una pitonisa; déjeselo inventar, en seguida vendrá un ensayista que lo explique. Parece que tal manera de entender las cosas -ya lo notaba Chestov, hace más de medio siglo- se la debemos a los críticos: el creador no es lo bastante lúcido; es necesario que haya gente para explicarlo, para indultar su obra, y así los poetas, sin darse cuenta de ello, deben aspirar ni más ni menos a la misma meta del crítico (León Chestov, La filosofía de la tragedia). Hay artistas algo idiotas, cierto, y yo conozco algunos. También hay escritores muy notables que juegan a ese juego de lo Inconsciente para no asumir sus propias ideas. No niego que lo irracional exista; ni ignoro que, en el caso del teatro, sólo la puesta en escena, al encarnar las palabras en seres vivos, dilucida y completa el significado último de un drama; sólo el actor y el director pueden expresar, iluminar un texto, y hasta engrandecerlo; pero sospecho que sólo el autor conoce, intelectualmente hablando, el intencionado porqué de sus palabras. De algunas, al menos: las que lo comprometen. Temo a los empresarios que decidan exhumar a Israfel sin que esté yo para defenderlo, de ellos, de imaginativos régisseurs, de actores con temperamento.

Y bien: Israfel no es una biografía de Poe; ni siquiera una biografía dramática. Es un drama, una obra teatral: una invención. Lo es, pongamos, ni más ni menos que Julio César, para decirlo de golpe. Y, en tal sentido, admite ser refutada por cualquier biógrafo ilustrado o prolijo historiador, hábiles en dudar si existían relojes de péndulo en la Roma de César, o pólvora en la Dinamarca de Hamlet, o si Ricardo III dijo la augusta música aquella sobre el caballo y el reino, que lo inmortalizó. Yo también noto, sí, que convocar a Shakespeare resulta temible, pero, si me ha sido deparada la impunidad de robarle una de sus más hermosas escenas sin que un cataclismo me hunda, no veo por qué sus descuidos históricos no podrán también apadrinarme con su ilustre sombra. Se entiende (espero) que no exalto las cualidades estéticas de Israfel, ya que ignoro si las tiene. Hablo de cómo es, no de cuánto vale. Y si para mi desventura fuera sólo una biografía, no se me perdone haber usurpado un género -el teatro-, quizá el único lenguaje humano que se arrima a la poesía (cuya alta fiesta a mí me está vedada) para rebajarlo al más subalterno ejercicio de la prosa: la crónica, la retórica de fichero.


Fragmento del posfacio (1966) a la obra teatral Israfel (1959 - 1961).
Ambos escritos por Abelardo Castillo.

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