sábado, 17 de enero de 2009

La timidez (y los calcetines a la moda) de Folubert

Castigados por el ondulado rayo de sol que traspasaba el emparrillado de la persiana, los párpados de Folubert Sansonnet tenían, vistos desde adentro, un agradable color rojo anaranjado, y a Folubert le hacía sonreír su sueño. Estaba caminando con paso ligero por el blanco, mullido y cálido balastro del jardín de las Hespérides, y lindos y sedosos animales se acercaban a lamerle los dedos de los pies. En ese mismo momento se despertó. Del dedo gordo se quitó a Frédéric, su caracol amaestrado, y lo volvió a poner en la posición adecuada para que funcionase a la mañana siguiente. Frédéric refunfuñó, pero no dijo nada.

Folubert se sentó en la cama. A esa hora de la mañana acostumbraba a tomarse el tiempo de reflexionar para todo el día, evitándose así las múltiples desazones con que se enmarañan esos seres desordenados, escrupulosos e inquietos a quienes la mínima acción que deban emprender da pretexto para divagaciones sin número (perdóneseme la longitud de esta frase) y muy a menudo sin utilidad, pues acaban por olvidarlas.

Tenía que reflexionar sobre:
1) Cómo se iba a emperifollar.
2) Cómo se iba a alimentar.
3) Cómo se iba a distraer.

Y eso era todo, porque como era domingo, la búsqueda de dinero constituía un problema resulto ya.
Folubert reflexionó, pues, y en el orden mencionado, sobre aquellas tres cuestiones.

Se aseó cuidadosamente, cepillándose los dientes con vigor y sonándose la nariz con los dedos. A continuación se vistió. Los domingos comenzaba por la corbata y terminaba por los zapatos, lo cual constituía un excelente ejercicio. Sacó del cajón un par de calcetines a la moda formados por franjas alternadas: una franja azul, ninguna franja, una franja azul, ninguna franja, et caetera. Con aquel tipo de calcetines podía pintarse los pies del color que quisiera, color que quedaba a la vista entre las franjas azules. Como se sentía un algo apocado, eligió un bote de pintura verde manzana.

En cuanto al resto, se puso los indumentos de todos los días, así como una camisa azul y ropa interior limpia, pues estaba pensando en el tercer punto.

Desayunó un arenque en angarillas rociado con aceite dulce y un trozo de pan tierno como el ojo y, como el ojo, franjeado por largas pestañas rosadas. Por fin se permitió pensar en su domingo. Era el cumpleaños de su amigo Léobille y se celebraba una fiesta sorpresa en su honor.

Folubert se perdió en una larga ensoñación pensando en otras fiestas sorpresa. Sufría, en efecto, de complejo de timidez, y envidiaba en secreto la desenvoltura de los demás invitados del día: le hubiera gustado tener la ductilidad de Grouznié unida al ímpetu de Doddy, a la deslumbrante y encantadora elegancia de Rémonfol, a la atractiva tiesura del jeque Abadibaba y al lucífero desparpajo de cualquiera de los integrantes de la peña del Club des Lorientais.

Sin embargo, Folubert tenía preciosos ojos color castaña de Indias, una cabellera delicadamente lacia y una simpática sonrisa, que le permitía conquistar todos los corazones sin que él llegara siquiera a sospecharlo. Pero nunca se atrevía a sacar provecho de su agraciado físico, y permanecía siempre solo, mientras sus camaradas bailaban elegantemente con lindas mozas tanto el swing como el jitterbug o la barbette francesa.


Delirante fragmento de Fiesta en Casa de Léobille, cuento escrito en 1947 por el "ingeniero, cantante, trompetista, inventor, locutor, escenógrafo, traductor" Boris Vian. Disponible en la colección de cuentos póstuma Le Loup-Garou (1970). Se consigue en Argentina a través de Tusquets Editores, bajo el título El Lobo-Hombre.

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