Ese año el viejo trabajaba en Génova, tenía una contrata, y Pieretto debía ir a tomar los baños. Su hermana se marchó por aquellos días, y Pieretto quería que fuésemos los tres, también Oreste, para ver a un poco de gente. Pero estaba el otro proyecto de ir al pueblo de Oreste: en mi casa los excesos estaban mal vistos y el Po me excusaba del mar. Decidí quedarme solo en Turín, esperar a que en agosto regresaran los dos y luego echarnos la mochila a la espalda y ponernos en marcha.
No hubiera creído que aquel comienzo de verano en la ciudad me gustase tanto. Sin un amigo ni una cara por las calles, evocaba los días pasados, iba en barca, imaginaba novedades. La hora más inquieta era por la noche -se comprende, Pieretto me había viciado-, la más hermosa el mediodía hacia las dos, cuando las calles, vacías, no contenían sino una franja de cielo. Una cosa que hacía a menudo era fijarme en alguna mujer a la ventana, aburrida, absorta como solo las mujeres saben estarlo, y alzaba la cabeza al pasar, vislumbraba un interior, una habitación, una tira de espejo, llevaba conmigo aquel placer. No envidiaba a mis dos compinches que a esas horas vivían en la playa, en los cafés, entre bañistas bronceadas y semidesnudas. Seguramente se divertían mucho, pero volverían, y yo mientras tanto pasaba las mañanas, me bronceaba, sudaba, disfrutaba de mi parte. También al Po venían chavalas, chillaban desde las barcas, en las orillas del Sangone; a veces los areneros levantaban la cabeza y soltaban sus gracias, yo sabía que un día conocería a alguna, sucedería algo, me imaginaba ya sus ojos, sus piernas y sus hombros, una mujer estupenda, y remaba y fumaba en pipa. Era difícil sobre el agua, de pie, clavando el remo vertical, no dárselas de hombre atlético, primitivo, no escrutar el horizonte y la colina. Me preguntaba si la gente como Poli disfrutaría con aquellos placeres y comprendería mi vida.
Ahora pensaba en Oreste, que era el primer año que veía el mar. Pieretto no lo dejaría dormir y juntos los sabía capaces de cualquier cosa, desde bañarse desnudos hasta visitar las siete iglesias. Además estaban Linda y sus amigas, y estaba el padre, persona imprevisible y violenta. Yo añoraba ciertos despertares antelucanos y el paseo furtivo a lo largo del mar con la tibieza de las últimas estrellas. Ciertamente Oreste no habría necesitado condimentos para disfrutar con las vacaciones. Pero yo habría pagado por oírle decir de viva voz, llevándolo en barca por el Po, si aquel mundo lo convencía.
En cambio ni él ni Pieretto regresaron a Turín. Regresó Linda, que trabajaba en una oficina y me telefoneó a primeros de agosto.
- Oiga -me dijo-, sus amigos lo esperan en un pueblo que no sé cómo se llama. Aparezca por aquí y le daré las instrucciones.
Le dije en seguida un nombre: las colinas de Oreste. Era allí. Aquellos mamarrachos se habían ido ya.
Nos vimos antes de cenar, delante de su café. De momento no la reconocí, de negra que estaba. También esta vez me habló riendo, como se bromea con los chiquillos.
- ¿Me invita a un vermut? -me dijo-. Es una costumbre de la playa.
Se sentó cruzando las piernas.
- Mala cosa volver en agosto -suspiró-, feliz usted que no se ha movido.
Hablamos de aquellos dos.
- No sé lo que han hecho -dijo-, los dejé a su aire. Son bastante mayorcitos. Este año tenía mis amigos, gente madura, demasiado madura para ustedes...
- ¿Y Carlotta, la guapa Carlotta?
Linda se rió, con la boca muy abierta.
- Pieretto exagera a veces. Somos todos así, en familia. A mí también me ocurre. Somos tremendos. Pero con los años empeoramos.
No le dije que no y la miraba a hurtadillas. Ella se dio cuenta y me hizo una mueca.
- No tendré ya vuestros veinte años -rezongó-, pero tampoco tengo tantos.
- Viejo se nace -dije-, no se llega a ser.
- Esta es de las de Pieretto -gritó Linda-, de las auténticas.
Hice también yo mi mueca.
- Decimos una al día -rezongué-, hasta que nos hartamos.
Aquellos primeros días tenía aún en la cabeza que Gabriella me gustaba, que no había nada malo en estar cerca de ella. Solos, con Oreste y con ella, podíamos charlar sin que la sombra de Poli nos pusiera incómodos. No se nos pasaban por la cabeza ni él ni Rosalba, y si caía alguna alusión a aquellos días de Turín, Gabriella era la primera en sonreír. Pero la mayoría del tiempo hablábamos poco: Oreste como de costumbre callaba, yo no me fiaba del todo, sentía en ella como un despego, un juego superfluo; incluso cuando se reía batiendo palmas. Quizás Pieretto podía hacerle frente, pero también Pieretto se mostraba cauto. En el fondo, a mí más que nada me gustaba pensarlo, pensar que vivíamos en el Greppo y también ella vivía allí, que respiraba como nosotros el olor del monte. Lo más hermoso era cuando bajábamos a la gruta o a las viñas -comer fruta silvestre, tirarnos en la hierba, asarnos al sol. Siempre había una cuesta, un rinconcito, una maraña de plantas, que yo aún no había visto, tocado, absorbido. Estaba aquel vago olor de agosto, de salobre terrestre, más fuerte que en otros lugares. Estaba el placer de pensarlo de noche, bajo la gran luna que mermaba las estrellas, y sentir a nuestros pies, por todas partes, la colina secreta que vivía su vida.
Oreste nos nombró los animales del Greppo. Había urracas, arrendajos, ardillas, había algún lirón. Había liebres y faisanes. Para mí, ya los grillos y las cigarras me cantaban día y noche en la sangre, daban voz al verano, vivían. A veces su estruendo era tal que me causaba escalofríos -debía llegar a las serpientes, a las raíces subterráneas. Me preguntaba si los dueños del Greppo, no tanto Poli y Gabriella que no eran nada, sino el antepasado cazador y los guardas de antaño habían amado esta tierra, este monte salvaje, como a mí me parecía amarlo. Ciertamente, la habían poseído mejor que nosotros.
Una cosa me ayudó a entender la presencia de Gabriella. Le hablé de eso en mi interior, como a veces discutía en voz baja con Pieretto. Aquel abandono, aquella soledad del Greppo, era un símbolo de la vida equivocada de ella y de Poli. No hacían nada por su colina; la colina no hacía nada por ellos. El derroche salvaje de tanta tierra y tanta vida no podía dar otro fruto que no fuese inquietud y futilidad. Volvía a pensar en las viñas de Mombello, en el rostro brusco del padre de Oreste. Para amar una tierra es preciso labrarla y sudarla.
Habíamos vuelto a aquel quiosco al día siguiente, y allí la idea de Pieretto de que el campo huele a coito y a muerte, me hizo sonreír. Hasta el zumbido de los insectos aturdía. Y el frescor estuoso de la hiedra, la queja cloqueante de una perdiz. Los dejé a ella y a Oreste, que en la salita hundida pateaban y daban voces para levantar la perdiz, y salí afuera al sol.
Fragmentos de Il Diavolo sulle Colline (1948), de Cesare Pavese. Disponible en Argentina a través de Editorial Sudamericana (entre otras, imagino) bajo el título El Diablo en las Colinas.
2 comentarios:
Que tal Al!
sólo pasaba el dato: "el Diablo sobre las colinas" también esta editado en Español por Salvat (BBS).
Saludos, Manu
¡Gracias por la data, Manu!
Saludos.
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