sábado, 21 de marzo de 2009

Crimen y Castigo

William Bratton, ex jefe de la policía de Nueva York y arquitecto de las medidas policiales ultrarrepresivas que hicieron de su ciudad la nueva Jerusalén de la seguridad en el mundo entero, empezando por la Argentina -que en ese plano desempeña para América latina un papel similar al de Inglaterra para Europa, a saber, el de vidriera- , ha viajado a Buenos Aires. En dos ocasiones, el "padre de la 'Tolerancia cero'", como logradamente lo apoda el diario Clarín, se trasladó en persona a esa ciudad para difundir el evangelio del nuevo "management" recio del orden público a golpes de consignas mediáticas y poses fotogénicas con policías locales, y para vender mejor los servicios de su empresa privada de asesoramiento, First Security. La segunda vez, en enero de 2000, llegó incluso a visitar furtivamente dos de los barrios de mala fama, Pompeya y Barracas, donde se acumulan la desocupación, la miseria y el crimen. El año anterior ya había afirmado, con magnífico aplomo (puesto que es policía de oficio y no sociólogo, criminólogo o economista), que "la desocupación no está relacionada con el delito". En el nuevo milenio va aún más lejos y, con la experiencia que le dan tres años escasos pasados a la cabeza de la policía de Nueva York, barre con una frase los resultados de décadas de investigación: "La causa del delito es el mal comportamiento de los individuos y no la consecuencia de condiciones sociales".

América latina es hoy la tierra de evangelización de los apóstoles del "más Estado" policial y penal, como en las décadas del setenta y del ochenta, bajo las dictaduras de derecha, había sido el terreno predilecto de los partidarios y constructores del "menos Estado" social dirigidos por los economistas monetaristas de América del norte. Así, los Chicago Boys de Milton Friedman son sucedidos por los New York Boys de Rudolph Giuliani y el Manhattan Institute. Pero, curiosamente, en ambos casos los Estados Unidos predican a sus vecinos dependientes del sur un catecismo que apenas ponen en práctica en su propio país, o solo lo hacen por excepción. Hace veinte años, exhortaban a los países de América del sur a reducir drásticamente sus gastos estatales y sus déficits fiscales, en tanto que ellos mismos inauguraban la era del "keynesianismo militar" y el wealthfare que, durante las presidencias sucesivas de Ronald Reagan y George Bush, iba a profundizar un déficit presupuestario sin precedentes a fuerza de asombrosos créditos militares y bajas impositivas enérgicas para las familias y empresas más ricas (la deuda pública federal llegó a cinco billones de dólares y el 70 por ciento del producto bruto interno en 1995, contra un 33 por ciento en 1980, y el déficit de la balanza de pagos norteamericana superó todos los récords).

Hay ocurre lo mismo en materia policial: durante sus misiones de marketing en el extranjero, William Bratton omite cuidadosamente señalar a sus interlocutores argentinos, brasileños, alemanes o sudafricanos, que la política de "limpieza de clase" (class-cleansing) del espacio público que él propicia como panacea universal a la inseguridad urbana, dista de tener amplia vigencia en los Estados Unidos, donde las ciudades comúnmente tenidas como modelos a emular se llaman... San Diego o Boston, pero de ningún modo Nueva York. En realidad, criminólogos, juristas y jefes de policía coinciden en la idea de que el feudo de Rudolph Giuliani pagó un pesado tributo financiero y cívico por la baja de la criminalidad: elevación masiva del presupuesto y el número de efectivos de la fuerza del orden, escalada de las denuncias por abuso y violencias policiales, crecimiento continuo de la cantidad de personas detenidas y encarceladas, desconfianza y temor crecientes de la población de los barrios pobres y notable deterioro de las relaciones entre la comunidad afroamericana (e hispanoparlante) y la policía, a punto tal que el reverendo Calvin Butts, que dirige la principal iglesia bautista de Harlem, corazón del Nueva York negro, osó tratar públicamente al alcalde Giuliani de "racista que está creando un Estado fascista".

Nada parecido sucede en San Diego, que, en oposición a la "tolerancia cero" y los métodos agresivos de su demasiado famosa Unidad de Lucha contra los Delitos Callejeros, desarrolló la policía denominada "de cercanías", que pone el acento en la "resolución de los problemas" mediante la cooperación activa y regular con los residentes. Como resultado, la criminalidad descendió más significativamente en San Diego que en Nueva York (pese a que la ciudad californiana partió de un índice más bajo, y en consecuencia más difícil de doblegar), pero lo más importante es que la baja del delito estuvo acompañada por un reflujo de la cantidad de detenciones, una disminución de las denuncias y una nítida recuperación de la popularidad policial. Todo lo contrario de Nueva York, y con una cantidad de policías por habitante tres veces más pequeña. La otra ciudad que tiene émulos en los Estados Unidos es Boston, donde la criminalidad cayó tan claramente como en Nueva York después de que las autoridades desplegaron una estrategia original de prevención de los delitos violentos, que se centra en las armas de fuego (y no en las pandillas o el narcotráfico) y cuenta con la firme colaboración de las iglesias como vínculo entre la comunidad negra y la policía, a fin de advertir por su intermedio a los criminales notorios que en lo sucesivo están en la mira de la justicia federal.

A William Bratton le gusta decir que "la vigilancia policial es igual en todas las grandes ciudades". Sin embargo, hasta el día de hoy ninguna de las principales ciudades estadounidenses hizo suya la política neoyorquina, mientras que el enfoque bostoniano del "community policing" -que Rudolph Giuliani denigra abiertamente al compararlo con una variante del "trabajo social"- fue adoptado con éxito, entre otras, por Portland, Indianápolis, Memphis y New Haven. Estas ciudades comprendieron claramente que, en última instancia, la intransigencia policial neoyorquina no puede sostenerse, porque socava las relaciones entre la policía y los residentes de los barrios desheredados y segregados, blanco prioritario del accionar agresivo de las fuerzas del orden que se comportan con ellos a la manera de un ejército de ocupación.

"Es posible reducir rápido la delincuencia", pregona Bratton en la entrevista publicada por Clarín. Trivialidad o evidencia, según se prefiera. Toda la cuestión consiste, desde luego, en saber qué delincuencia, con qué medios y a qué precio. El ex jefe de la policía neoyorquina asegura que los abusos policiales, simbolizados por las torturas sexuales infligidas a Abner Louima en 1998 en una comisaría de Brooklyn y el asesinato, un año después, de Amadou Diallo, acribillado sin motivo alguno por cuarenta y un balazos disparados por los integrantes de la brigada de elite del Bronx, que juraron haber actuado en legítima defensa (y a quienes la corte del condado de Albany liberó de culpa y cargo al cabo de un proceso que dice mucho sobre el derecho de vida y muerte que la policía neoyorquina ejerce de facto en los barrios pobres), son aberraciones: "Fueron excepciones y no la norma. Hay que controlar a la policía. Y asegurarse de que todo esto se hace según la Constitución y la ley". Pero también en este caso la información es desmentida por las propias autoridades. En marzo de 1999, la Oficina de Derechos Cívicos del Ministerio de Justicia del estado de Nueva York publicó un informe oficial que revelaba que la política policial de "calidad de vida" elogiada por Bratton solo pudo ponerse en práctica escarneciendo los derechos civiles elementales de los neoyorquinos negros y pobres, en primer lugar el de circular libremente sin ser detenidos, cacheados y humillados en público de manera arbitraria.

Un minucioso estudio estadístico del uso de la técnica del "stop and frisk", medida emblemática de la "tolerancia cero", consiste en controlar, detener y en caso de necesidad someter a un cacheo en la calle a cualquier persona que pueda ser "razonablemente sospechosa" de un crimen o un delito, muestra que los negros representan la mitad de las 175 mil personas "demoradas y cacheadas" en 1998 y el 63 por ciento de los individuos controlados por la Unidad de Lucha contra los Delitos Callejeros (Street Crime Unit), cuando en realidad son solo la cuarta parte de la población de la ciudad. Esta diferencia es más pronunciada en las zonas exclusivamente blancas, donde el 30 por ciento de los controles afectan a los negros. Por otra parte, los barrios afroamericanos y latinos son sin duda el terreno predilecto para la utilización de esta práctica, porque uno solo de los diez distritos de la ciudad donde la actividad de "stop and frisk" alcanza mayor intensidad es de mayoría blanca. Por último, desde un punto de vista legal, cuatro de cada diez arrestros demuestran carecer de una clara justificación. Peor aún: la Unidad de Lucha contra los Delitos Callejeros, cuya divisa es "las calles nos pertenecen", detuvo en promedio a 16,3 negros por cada individuo acusado de un crimen o un delito, en comparación con 9,6 en el caso de los blancos.

Estas disparidades solo se explican parcialmente por los diferenciales de los índices de criminalidad entre negros y blancos o entre barrios: en gran medida se deben a la aplicación discriminatoria de ese método policial. Ahora bien, semejante desviación, señala el informe firmado por el Ministro de Justicia del estado de Nueva York, "debilita la credibilidad de las fuerzas del orden y, en última instancia, socava la propia misión de law enforcement [aplicación de la ley]". Lo testimonia el hecho de que la mayoría de las madres consultadas para esta investigación por el director de un colegio secundario de Harlem están "desesperadas" por la manera en que la policía trata a sus hijos y viven con un "temor constante por [su] seguridad [...]. Muchos de estos padres educaron a sus hijos con valores sólidos, pero tienen miedo de los policías". Un docente negro de cincuenta años, detenido en un auto, cacheado sin miramientos y luego demorado toda una tarde en la comisaría sin la menor justificación, estalla: "En mi barrio, los policías se burlan de los ciudadanos, consideran el lugar como una zona de guerra y tratan con brutalidad a la gente que los desafía o se interpone en su camino". El diagnóstico irritado de los habitantes de los barrios pobres de Nueva York sometidos a esta forma legal de hostigamiento policial permanente coincide con otro, más analítico, formulado por el criminólogo Adam Crawford, que escribe lo siguiente:

El concepto de "tolerancia cero" es una designación errónea. No implica la rigurosa aplicación de todas las leyes, que sería imposible -por no decir intolerable-, sino más bien una imposición extremadamente discriminatoria contra determinados grupos de personas en ciertas zonas simbólicas. ¿Dónde está la 'tolerancia cero' de los delitos administrativos, el fraude comercial, la contaminación ilegal y las infracciones contra la salud y la seguridad? En realidad, sería más exacto describir las formas de actividad policial realizadas en nombre de la "tolerancia cero" como estrategias de "intolerancia selectiva".

Nadie es profeta en su tierra: cuando, con la aprobación presurosa de los políticos y los grandes medios argentinos deseosos de cobrar los dividendos electorales y comerciales de la inquietud creciente de la población, William Bratton exhorta a las autoridades de Buenos Aires a combatir la inseguridad atacando sus síntomas más visibles mediante la política de la "tolerancia cero", les vende un remedio que es muy poco taquillero en los Estados Unidos, donde esta política, si no desacreditada, es en todo caso vigorosamente impugnada, incluso por las autoridades legales del país, y sobre la cual hay que preguntarse si, al fin y al cabo, no es peor que el mal que presuntamente remedia. Y el desinterés desdeñoso que el ex jefe de la policía de Nueva York exhibe por las causas profundas de la inseguridad -miseria, desocupación, ilegalidad, desesperanza y discriminación- confirma, por si hubiera necesidad, que el objetivo de la penalidad punitiva made in USA es menos combatir el delito que librar una guerra sin cuartel contra los pobres y los marginales del nuevo orden económico neoliberal que, por doquier, avanza bajo la enseña de la "libertad" recobrada.

Mister Bratton Comes to Buenos Aires... (marzo de 2000), prefacio para la edición de América latina de Les Prisons de la Misère (1999), de Loïc Wacquant. En Argentina, editado por Manantial como Las Cárceles de la Miseria.

1 comentario:

Josef Gaishun dijo...

Muchas gracias por los comentarios, Adriana. Ya me pego una vuelta por el tuyo. Por lo pronto, veo A Ghost Is Born de Wilco. Muy lindo disco. Yo justo estoy por postear en Pequeños Discos Rojos al último, Sky Blue Sky, que merece más reconocimiento del que se le dio.


Otro abrazo,
Josef