Se abrió una puerta, de las tantas que había, pero el ascensor al que por ella entró era mucho más grande que cuantos había conocido Kerr en el tiempo que llevaba resolviendo los casos y combatiendo las injusticias que se suscitaban en las diferentes reparticiones del hotel. Entrando al vehículo, buscó infructuosamente el tablero. No había la menor traza de él. El detective se adentró más profundamente en el ascensor. Creyó divisar una forma negra en la lejanía, pero al avanzar vio que era sólo una zona en la que la luz eléctrica había dejado de funcionar. Más allá, seguía la vacía inmensidad sólo limitada por el piso de hule, las paredes de fórmica veteada, y el cielo raso metálico del que surgía cada dos metros (o cada cinco, según se desplazara ortogonal o diagonalmente), una lámpara dicroica.
-¿Hay alguien ahí? -preguntó a viva voz, y tratando de proyectarla por igual en todas las direcciones.
-Nooooo -le contestó algo que parecía provenir del piso. En verdad el sonido era casi ininteligible, y de no haber formulado instantes antes aquella pregunta, Kerr no habría podido interpretarlo como un no. Resolvió insistir en su intento de comunicación, hasta establecer ésta cabalmente, o descartarla como un simple fantasma de su invención.
-¿Hay alguien? -volvió a preguntar.
-Nooooo -fue la respuesta, tal como antes.
Esto no significó ningún avance para el cuadro que Kerr se hacía de la situación.
Sin preguntar nada más, siguió caminando, hasta que una inquietud en el horizonte se fue cristalizando de a poco en inequívoca percepción de un elemento extraño al paisaje. Era una procesión. Hombres y mujeres de tez olivácea, cubiertos por paños de coloración y textura uniformes, marchaban con extrema lentitud, a ritmo parejo, la vista orientada hacia los extremos del espectro electromagnético, en metafísico estrabismo. El detective caminó al lado de una mujer de unos veinticinco años, y otros treinta y seis. Le preguntó a qué venía todo eso; si era un rito; si era parte de algún ceremonial religioso; si era una marcha convocada en función de alguna consigna política; si los que marchaban eran huéspedes del hotel; y dieciséis cosas más. La mujer no contestó ninguna de sus preguntas, pero le dijo cosas que generaron nuevas preguntas que no llegaron a formularse porque sus respuestas ya estaban dadas en esas mismas cosas que las habían suscitado.
De pronto un hombre que marchaba con todos se apartó de la procesión y dijo con voz tranquila:
-Mary no rima.
Todos los demás, deteniendo su marcha, se volvieron hacia él y dijeron:
-¡Arriba Barry!
El hombre, aparantemente satisfecho por esa réplica, dijo:
-Sami va a Misa.
A lo que los otros contestaron, luego de breves instantes:
-Diana odia a Nadia.
El hombre dio unos pasos en círculo alrededor de donde se habría encontrado él mismo en caso de no haber dado ningún paso, y dijo:
-Rober come berro.
Los otros rompieron filas para caminar erráticamente, en las direcciones más diversas y cambiantes, describiendo trayectorias que iban siendo seguidas a velocidades también cambiantes, hasta que habiendo coincidido en disponerse en conjunto de modo extraordinariamente similar a la posición inicial, dijeron a un tiempo:
-Gary va de gira a Riga.
Pero una muchacha quedó rezagada del grupo, porque su trayectoria, fortuitamente rectilínea, la había dejado a más de treinta metros de cualquiera otra persona. Su cabello bullía en rizos dextrógiros, y tenía pendientes que se elevaban por encima de las orejas. Dijo:
-Telmo va al motel.
Fragmento de la novela Servicio de Habitación (2002), de Leo Maslíah. Editada por Ediciones de la Flor.
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