domingo, 22 de febrero de 2009

Machismo y burguesía. El arte como refugio-negación del mundo real

La cara de Klemmer es tersa, impoluta. La cara de Erika comienza a dar muestras de su futura descomposición. La piel de su cara presenta arrugas, las cejas se arquean ligeramente, como una hoja de papel bajo el efecto del calor, el delicado tejido debajo de los ojos se arruga y toma un color azulado. Sobre el nacimiento de la nariz, las marcas de dos fracturas que ya jamás se enderezarán. La cara se ha ido ampliando hacia fuera, un proceso que seguirá adelante en el curso de los años, hasta que la piel ciña la calavera sin que esta le dé calor. En la cabellera, aislados pelos blancos que se alimentan de sustancias estancadas y que aumentan sin cesar, hasta crear feos nidos grises en los que no se incuba nada ni cobijan nada, y Erika jamás ha acogido con calor cosa alguna, tampoco en su propio vientre. Él ha de desearla, ha de perseguirla, ha de caer a sus pies, ha de tenerla siempre presente en sus pensamientos, no ha de encontrar escapatoria ante ella. Erika se muestra pocas veces en público. También su madre practicó esa costumbre durante toda su vida. y se la veía poco. Ellas permanecen encerradas entre sus cuatro paredes y no les gusta que aparezcan visitantes a husmear. De esa forma se evita el desgaste. En todo caso, durante sus escasas presentaciones en público, no ha habido nadie que ofreciera gran cosa por las señoras Kohut.

La decadencia de Erika golpea ávida a su puerta. Ligeras manifestaciones de dolencias físicas, los problemas de circulación en las piernas, los ataques de reumatismo y las inflamaciones de las articulaciones van ganando terreno. (Estas enfermedades no suelen aparecer en un niño. Hasta ahora tampoco Erika las había sufrido). Klemmer, una figura de propaganda para la saludable práctica del piragüismo, examina a su profesora como si quisiera hacerla empaquetar inmediatamente para llevársela o, dentro de lo posible, zampársela de pie, en la misma tienda. Quizá este sea el último que manifieste interés por mí, piensa Erika llena de ira, y pronto estaré muerta, solo treinta y cinco años más, piensa Erika con furia. ¡Rápidamente a montarse en el tren, porque una vez muerta ya no oiré, ni oleré ni le tomaré el gusto a nada!

Sus garras rasguñan las teclas. Sus pies escarban sin ningún sentido y confundidos, se sacude y se da pequeños tirones por aquí y por acá, el hombre la pone nerviosa y la priva de su sostén, la música. La madre ya espera en casa. Mira el reloj de la cocina, ese péndulo implacable que, no antes de media hora, traerá a casa a la hija al ritmo del tictac. Pero la madre, que no tiene otra cosa que hacer, prefiere acumular tiempo de espera. Quizá algún día Erika llegue por sorpresa antes de la hora, porque faltó un alumno, y en ese caso la madre no habría tenido que esperar. Erika está empalada en su taburete del piano, pero al mismo tiempo se siente atraída hacia la puerta. La poderosa presión del silencio doméstico, interrumpido únicamente por el sonido del televisor, ese momento de inercia absoluta ya comienza a transformarse en un dolor físico. ¡Que Klemmer desaparezca de una vez! Que tanto habla y habla mientras en casa la tetera hierve hasta que se humedece el techo de la cocina.

Klemmer daña el parquet con el nerviosismo de la punta de sus zapatos y, como si estuviera haciendo anillos de humo, practica los pequeños pero importantísimos fundamentos de la técnica de digitación pianística, mientras la mujer siente interiormente la llamada de su hogar. Pregunta qué es lo determinante para el sonido y se responde a sí mismo: la técnica de digitación. Su boca dispara elocuente aquel resto sombrío e inasible de sonidos, colores y luz. No, lo que usted menciona no es la música tal cual yo la conozco, chirría Erika igual que un grillo, y desea al fin estar en su hogar tibio. Mas esto y solo esto, afirma rotundo el joven. Lo inmensurable, lo invalorable son para mí los criterios para enfrentarse al arte, sostiene Klemmer, y contradice a la profesora. Erika cierra la cubierta del piano y da vueltas ordenando cosas. En uno de sus compartimientos interiores el hombre ha dado casualmente con el espíritu de Schubert y le saca provecho. Cuanto más se disuelve el espíritu de Schubert en humo, vaho, colores, ideas, tanto más se asienta su valor más allá de lo descriptible. El valor cobra dimensiones gigantescas, nadie comprende su alcance. La apariencia se sitúa decididamente por delante de la esencia, dice Klemmer. Sí, la realidad probablemente sea uno de los peores errores que se puedan concebir. La mentira está por delante de la verdad, deduce el hombre a partir de sus propias palabras. Lo irreal es anterior a lo real. Y de este modo el arte gana en calidad.


Fragmento particularmente doloroso, punzante y crítico de
Die Klavierspielerin (1983), de Elfriede Jelinek. En español, La Pianista. En Argentina se puede conseguir a través de DeBolsillo.

También es recomendable La Pianiste (2001), versión cinematográfica de Michael Haneke que, sin ser su mejor película (¿acaso algo, alguna vez, superará a Funny Games?), está realmente bien. Acá se la conoce como La Profesora de Piano.

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