jueves, 26 de febrero de 2009

Para acabar con la filosofía

La evolución de mi filosofía se dio de la siguiente manera: mi mujer, al invitarme a probar el primer soufflé que había hecho, dejó caer por accidente una cucharadita del mismo sobre mi pie, fracturándome varios pequeños huesos. Acudieron los médicos, hicieron y examinaron radiografías y me ordenaron un mes de cama. Durante la convalecencia, me concentré en la obra de algunos de los pensadores más eximios de Occidente -una pila de libros que yo había seleccionado para eventualidades como esta-. No presté atención al orden cronológico y empecé por Kierkegaard y Sartre, luego pasé rápidamente a Spinoza, Hume, Kafka y Camus. No me aburrí como había temido; en cambio, me fascinó la energía con la que esas grandes mentes atacaban resueltamente la moral, el arte, la ética, la vida y la muerte. Recuerdo mi reacción a una observación típicamente luminosa de Kierkegaard: «Semejante relación, que se relaciona con su propio ser (es decir, un ser), debe haberse constituido a sí misma, o ha sido constituida por otra». El concepto me arrancó lágrimas de los ojos. ¡Dios santo, pensé, ser tan inteligente! (Soy un hombre con dificultades para escribir dos frases coherentes sobre «Un día en el zoológico».) La verdad es que el pasaje me resultó totalmente incomprensible, pero ¿qué más da, si Kierkegaard la había pasado bien? Súbitamente me convencí de que la metafísica era lo que siempre había querido hacer: tomé mi bolígrafo y empecé en el acto a garabatear la primera de mis propias fantasías. La obra avanzó de prisa y en solo dos tardes (con tiempo para echarme una siesta), completé la obra filosófica que, espero, no será descubierta hasta después de mi muerte o hasta el año 3000 (lo que ocurra primero) y que modestamente creo me asegurará un lugar privilegiado entre los pensadores de más peso en la historia. Aquí presento un breve ejemplo del cuerpo principal de tesoros intelectuales que lego a la posteridad, o hasta que llegue la mujer de la limpieza.


I. Crítica de la sinrazón pura

Al formular cualquier filosofía, la primera consideración siempre debe ser: ¿qué podemos saber? Es decir, qué podemos estar seguros de saber, o seguros de que sabemos que sabíamos, si realmente es de algún modo «cognoscible». ¿O lo habremos olvidado todo y tenemos demasiada vergüenza de decir algo? Descartes insinuó el problema cuando escribió: «Mi mente jamás puede conocer mi cuerpo, aunque se ha hecho bastante amiga de mis piernas». Por «cognoscible», dicho sea de paso, no quiero decir aquello que puede ser conocido por medio de la percepción de los sentidos o que puede ser comprendido por la mente, sino más bien aquello que puede decirse que es Conocido o que posee un Conocimiento o una Conocibilidad, o algo que al menos puedas mencionar a un amigo.

¿Podemos en realidad «conocer» el universo? Dios santo, ya es bastante difícil no perderse en Chinatown. Sin embargo, el asunto es el siguiente: ¿habrá algo allí fuera? ¿y por qué? ¿por qué tendrán que hacer tanto ruido? Por último, no cabe duda de que la característica de la «realidad» es que carece de esencia. Esto no quiere decir que no tenga esencia, sino simplemente que carece de ella. (La realidad a la que me refiero es la misma que describió Hobbes, pero un poco más pequeña.) Por lo tanto, el dictum cartesiano, «Pienso, luego existo», podría expresarse mejor por «¡Eh, allí va Edna con el saxofón!». Así pues, para conocer una sustancia o una idea, debemos dudar de ella y así, al dudar, llegamos a percibir las cualidades que posee en su estado finito, que están en, o son realmente «la misma cosa», o «de la misma cosa», o de algo, o de nada. Si esto está claro, podemos dejar por el momento la epistemología.


II. La dialéctica escatológica como medio de lucha contra el zona

Podemos decir que el universo consiste en una sustancia y que a esta sustancia la llamamos «átomo», o también «mónada». Demócrito la denominó átomo. Leibnitz la llamó mónada. Por fortuna, los dos hombres jamás se conocieron, de lo contrario se hubiera armado una discusión muy aburrida. Estas «partículas» fueron puestas en movimiento por alguna causa o principio fundamental, o quizás algo se cayó en algún lugar. El asunto es que ahora ya es demasiado tarde para remediarlo, salvo quizá comer mucho pescado crudo. Por supuesto, esto no explica por qué el alma es inmortal. Tampoco dice nada sobre una vida ultraterrena ni aclara la sensación que siente mi tío Sender de que le persiguen los albanos. La relación causal entre el primer principio (es decir, Dios o viento fuerte) y cualquier concepción teológica del ser (Ser), según Pascal, es «tan ridícula que ni siquiera es graciosa (Graciosa)». Schopenhauer llamó a esto «voluntad», pero su médico la diagnosticó como fiebre del heno. En sus últimos años, se amargó por eso o, más aún, por la creciente sospecha de que él no era Mozart.


III. El cosmos por cinco dólares al día

¿Qué es, entonces, lo «bello»? ¿La fusión de la armonía con lo justo, o la fusión de la armonía con algo que solo se parece a «lo justo»? Quizá la armonía se haya fundido con «la costra terrestre» y eso es lo que nos ha estado dando tantos problemas. La verdad, podemos estar seguros, es la belleza -o «lo necesario»-. Es decir, lo que es bueno, o que posee las cualidades de «lo bueno», da como resultado «la verdad». Si no lo da, siempre puedes apostar a que la cosa no es bella, aunque aún puede que sea impermeable. Estoy empezando a pensar que tenía razón antes y que todo tendría que fusionarse con la costra. Ah, bueno.


Dos parábolas

Un hombre se acerca a un palacio. La única entrada está guardada por unos fieros hunos que solo dejan pasar a hombres llamados Julius. El hombre trata de sobornar a los guardias ofreciéndoles por un año las mejores partes del pollo. Ellos ni se burlan de su oferta ni la aceptan, sino que simplemente lo agarran de la nariz y se la tuercen hasta que parezca un tornillo. El hombre dice que tiene que entrar a la fuerza en el palacio porque le trae al emperador una muda de calzoncillos. Al ver que los guardias siguen negándose, el hombre empieza a bailar el charlestón. Ellos parecen divertirse con su baile, pero pronto se ponen tristes por el trato que el gobierno federal otorga a los navajos. Sin aliento, el hombre se derrumba. Muere sin haber visto al emperador y dejando una deuda de sesenta dólares a los de la Streinway por un piano que les había alquilado en agosto.

Me entregan un mensaje para un general. Cabalgo y cabalgo, pero el cuartel general del general parece distanciarse siempre más. Por último, se arroja sobre mí una gigantesca pantera negra que me devora la mente y el corazón. Me paso la tarde terriblemente angustiado. Por más que lo intente, no puedo llegar al general a quien veo corriendo a lo lejos en pantalón corto y musitando las palabras «nuez moscada» a sus enemigos.


Aforismos

Es imposible vivir la propia muerte con objetividad y, además, cantar una canción.

El universo no es más que una idea transitoria en la mente de Dios. Es un hermoso pensamiento, aunque bastante incómodo, sobre todo si acabas de pagar el anticipo de una casa.

La nada eterna está muy bien si vas vestido para la ocasión.

¡Ojalá viviera Dioniso! ¿Dónde comería?

No solo no hay Dios, sino que ¡intenta conseguir un electricista en un fin de semana!


My Philosophy, ensayo de Woody Allen disponible en Getting Even (1971). En Argentina -y creo que en tantos otros países de habla hispana, España incluida- se editó por Tusquets bajo el título Cómo Acabar de Una Vez Por Todas Con la Cultura.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Un filósofo tuvo una vez el siguiente sueño: En primer lugar aparece Aristóteles y el filósofo le dice: "¿Podría hacerme un resumen concentrado de toda su filosofía en quince minutos?". Ante su sorpresa, Aristóteles le hace una brillante exposición en la que reúne una enorme cantidad de material en sólo quince minutos. Pero entonces el filósofo hace una objeción que Aristóteles no es capaz de contestar. Confundido, Aristóteles desaparece. Entonces aparece Platón. Vuelve a ocurrir lo mismo, y la objeción del filósofo a Platón es la misma objeción que ha hecho a Aristóteles. Platón tampoco puede contestarla y desaparece. Entonces van apareciendo uno por uno todos los filósofos famosos de la historia, y nuestro filósofo rebate a todos con la misma objeción. Cuando ha desaparecido el último filósofo, nuestro filósofo se dice a sí mismo: "Se que estoy dormido y que estoy soñando todo esto. Sin embargo, he encontrado un argumento universal capaz de refutar todos los sistemas filosóficos. Mañana cuando me despierte lo habré olvidado probablemente, y el mundo se perderá algo importante". Haciendo grandes esfuerzos, el filósofo se obligó a sí mismo a despertarse, apresurarse a su mesa y escribir su argumento universal. Entonces volvió a la cama y suspiró tranquilo. A la mañana siguiente, cuando se despertó, fue corriendo a la mesa para ver qué había escrito. Era: "¡Eso lo dirás tú!".

Raymond Smullyan, "5000 A. de C. y otras fantasías filosóficas".

Josef Gaishun dijo...

Jaja. Me gustó. Y me hizo acordar a esto:


Los grandes libros, Kant o Schopenhauer, obras de mil o dos mil páginas, son repeticiones infinitas de dos o tres afirmaciones y demostraciones, que cabrían en cinco páginas; ello es indispensable para que el lector domine el vocabulario y acepciones del autor porque las palabras carecen de toda fijeza de significación; la palabra sensibilidad tiene mil acepciones aproximadas pero diferentes siempre según que la emplee Platón, Aristóteles, Leibnitz, Hume, Kant, Schopenhauer, Herbart, Lotze, Mill, Spencer, Berkeley, etc., etc., y toda la tarea de un libro es absorbida casi por el trabajo de tasar convencionalmente el sentido de ciertas palabras, entre autor y lector. Por eso un gran libro es una incesante repetición. Después de fijadas las acepciones verbales, toda una Metafísica, toda la teoría de un pensador puede trasmitirse en cinco páginas. Del mismo modo todas las obras de Chopin, Beethoven o Wagner son la enunciación repetida de ocho o diez ideas artísticas a lo sumo.

Estas páginas no pueden ofrecer ese carácter porque no he llegado a dominar ningún problema.


De "Diario de Vida e Ideas", ensayo de Macedonio Fernández, disponible en el tercer volumen ("Teorías") de sus obras completas, editadas por Corregidor.

Anónimo dijo...

En cierto sentido es asi, toda la obra de un pensador puede resumirse, pero ¿no será que en sí la riqueza de su obra está en los detalles? ¿Y que quien realmente conoce su obra es quien logra ir más allá del esquema propuesto sobre un autor en un diccionario filosófico y realmente capta el sentido de pequeños pensamientos dichos al margen por un autor? Que por lo menos esto sirva para valorizar el tiempo que los eruditos, más allá de lo dedicado a analizar a un autor burocráticamente para engrandecer el propio currículum, emplean en meditar palabras dichas hace tiempo y por alguna razón.

Anónimo dijo...

Maestra ciruela total!

Josef Gaishun dijo...

Jaja. Pero retomando el tema, creo que en líneas generales lo que decís es cierto. No sé si en lo de que "la riqueza de su obra está en los detalles", pero sí en que estos pueden ser muy importantes a la hora de conformarla.

Algo que, creo, pasa en todos los ámbitos: literatura, cine, plástica, música, etcétera.

Sin embargo, creo que Macedonio se refiere más bien a la esencia de una obra, a lo puramente teórico. Imagino que se daría cuenta de que otros aspectos de una obra filosófica -detalles, comentarios al margen, ideas "secundarias", etcétera- pueden ser sumamente relevantes.

Pero también es cierto que lo más grueso, el núcleo de una obra filosófica, puede resumirse en muchas menos páginas que las que efectivamente ocupa la obra en sí misma.

Otra cuestión es que en ámbitos artísticos, si lo que parece estar al margen también es importante -dependiendo de los intereses del autor, imagino- es porque la forma tiene un valor particular. El desarrollo del lenguaje de esa expresión artística alcanzado por el autor en cuestión.

En la filosofía y, muy en particular, en otros tipos de teoría (sociológica, por ejemplo), la forma, el estilo, suelen ser secundarios; habiendo por lo general una problemática central sobre la que trabajar.

El día que en la sociología se le dé más importancia al estilo literario de los autores que a lo que efectivamente esos autores dicen, vamos a estar fritos.

Anónimo dijo...

No sé si realmente se puede entender a un autor (por lo menos a ciertos autores, los más complejos) si no se leyó la totalidad de su obra con atención y realmente se tiene un conocimiento profundo de su pensamiento, que JAMÁS se podría resumir en pocas páginas. Quizás en Sociología esto fuera posible, en Filosofía, y tratándose de Filósofos como Platón, Kant o Hegel, no lo es. Macedonio nunca tuvo que intentar salvar Historia de La Filosofía III en el I.P.A., no creo que hubiera podido convencer a Lilián Trochón de que lo salvara habiéndose estudiado un resumen de Kant "de pocas páginas". Y Lilián en reventarlo hubiera tenido razón. Saludos, estimado.

Anónimo dijo...

Creo que hace unos momentos el espíritu de la Trochón me poseyó y me enardecí, en el fondo tenés razón, besos.

Josef Gaishun dijo...

Es que, tal vez habría que haberlo dejado en claro antes, yo hablo -y tal vez Macedonio también- desde el punto de vista de alguien interesado por la Filosofía, que si la lee -excepto, en mi caso, cuando tuve que cursar y rendir Introducción en la facultad- es por placer, y no por requisitos académico-profesionales.

Son cosas diferentes, de eso estoy seguro.

Y está perfecto que Trochón te exija que conozcas la obra entera de los filósofos en cuestión para aprobar la materia, pero leer, analizar y desmenuzar las obras completas de Platón, Kant y Hegel no es algo que esté al alcance de todo el mundo. Tu relación con sus obras está necesariamente atravesada por lo académico, y por toda la ayuda intelectual que la institución misma aporta.

En ese sentido, me parece que sí puede considerarse que haya "niveles", y que se puede apreciar la obra de un autor desde diferentes aristas, dependiendo de la relación que se tenga, personal y académicamente hablando.

Besos.