sábado, 21 de febrero de 2009

La racionalidad atea y la furia del Marqués


SACERDOTE


¿No crees, pues, en Dios?


MORIBUNDO

No, y esto por una razón muy simple: que es perfectamente imposible creer lo que no se comprende. Entre la comprensión y la fe deben existir relaciones inmediatas, la comprensión es el primer alimento de la fe; donde la comprensión no obra, la fe está muerta, y aquellos que en tal caso pretenden tenerla se engañan. Te desafío a creer en el dios que predicas -porque no sabrías demostrármelo, porque no está en ti definírmelo, y por consecuencia no lo comprendes- ya que no lo comprendes, no puedes suministrarme algún argumento razonable, en una palabra todo lo que está por arriba de los límites del espíritu humano, es quimera o inutilidad; tu dios no puede ser sino una de estas dos cosas, en el primer caso sería loco creer en él, un imbécil en el segundo.

Amigo mío, pruébame la existencia de la materia y te concederé la existencia del Creador, pruébame que la naturaleza no es autosuficiente y te permitiré suponerle un amo; hasta entonces no esperes nada de mí, no me rindo sino ante lo evidente, y solo lo reconozco por mis sentidos, donde ellos se detienen mi fe queda sin fuerza. Creo en el sol porque lo veo, lo concibo como el centro de la reunión de toda la materia inflamable de la naturaleza, percibo su marcha periódica sin asombrarme. Es una operación de física, quizá tan simple como la electricidad, pero que nos está permitido comprender. ¿Qué necesidad tengo de ir más lejos? ¿Habré avanzado cuando me levantas a tu dios por encima de todo esto? ¿Y no necesitaría tanto esfuerzo para comprender al obrero que para definir la obra?

En consecuencia, no me has prestado ningún servicio con la edificación de tu quimera, has turbado mi espíritu, pero no lo has aclarado y no te debo más que odio en lugar de reconocimiento. Tu dios es una máquina que has fabricado para servir a tus pasiones y la haces mover a tu capricho, pero ya que ella molesta mis pasiones encuentro normal que te las haya derribado, y el instante en que mi alma débil tiene necesidad de calma y de filosofía, no vengas a espantarla con tus sofismas, que la sobresaltarían sin convencerla, que la irritarían sin hacerla mejor; ella es, amigo mío, esta alma, lo que la naturaleza ha querido que sea, es decir, el producto de órganos que ella ha querido brindarme en razón de sus proyectos y de sus necesidades; y como tiene igual necesidad de los vicios y de las virtudes, cuando ha querido llevarme hacia los primeros, lo ha hecho, cuando ha deseado las segundas, me ha inspirado los deseos, y me he dejado llevar de igual modo. No busque más que sus leyes por única causa a nuestra inconsecuencia humana, y no busque a sus leyes otros principios que sus voluntades y sus necesidades.



MORIBUNDO

¿Cómo quiere razonablemente que reciba como prueba todo lo que tiene necesidad de probarse? Para que la profecía llegase a ser prueba es preciso primero que tuviese la certeza completa que ha sido realizada; ahora bien, siendo consignada en la historia, no puede tener para mí otra fuerza que todos los otros hechos históricos, los cuales tres cuartas partes son muy dudosos; si a esto agrego la apariencia más que probable que me son transmitidos por historiadores interesados, estaría como ves más en derecho de dudar. ¿Quién me asegura, por otra parte, que esta profecía no ha sido hecha a posteriori, que no ha sido el efecto de la combinación de una muy simple política, como la que ve un reino feliz bajo el dominio de un rey justo, o la helada en el invierno? Y si todo esto es así, ¿cómo quieres que la profecía, que tiene tal necesidad de ser probada, pueda ella misma convertirse en prueba? Respecto de tus milagros, ellos no me engañan más.

Todos los pícaros los han hecho, y todos los tontos los han creído; para persuadirme de la verdad de un milagro, es necesario que estuviese muy seguro que el suceso que llamas así, fuese absolutamente contrario a las leyes de la naturaleza, pues solo lo que está por fuera de ella puede pasar por milagro, ¿y quien la conoce bastante para atreverse afirmar que tal es exactamente el punto donde ella se detiene y precisamente aquel en que ella es transgredida? No se necesitan más que dos cosas para acreditar un pretendido milagro, un titiritero y unas mujerzuelas; vamos, no busques jamás otro origen a los tuyos, todos los sectarios novatos lo han hecho, y lo que es más singular, todos han encontrado imbéciles que les han creído. Tu Jesús no ha hecho nada más singular que Apolonio de Tiana, y sin embargo nadie ha pensado en tomarlo a éste por un dios; en cuanto a tus mártires, son seguramente más débiles todos tus argumentos. No hace falta más que el entusiasmo y la resistencia para serlo, y en tanto que la causa opuesta me ofrezca tantos como la tuya, no estaré jamás suficientemente autorizado para creer una mejor que la otra, pero muy inclinado al contrario suponerlas a ambas lamentables.

Ah, amigo mío, si fuera verdad que el dios que predicas existiera, ¿tendría necesidad de milagros, de mártires y de profecías para establecer su imperio? Y si, como dices, el corazón humano fuera su obra, ¿no sería ese el santuario que habría escogido para su ley? Esta ley justa, puesto que emanaría de un dios justo, se encontraría de una manera irresistible grabada igualmente en todos, y de un extremo al otro del universo todos los hombres se parecen por este órgano delicado y sensible, igualmente se parecerían por el homenaje que rendirían al dios de quien lo recibieron, todos tendrían una sola forma de amarlo, una forma de adorarlo o de servirlo y les sería tan imposible de desconocer ese dios como resistir a la inclinación secreta de su culto. ¿Qué veo en lugar de eso en el universo? Tantos dioses como países, tantas maneras de servir a esos dioses como diferentes cabezas o diferentes imaginaciones. ¿Y esta multiplicidad de opiniones en la cual me es físicamente imposible de elegir sería según tú la obra de un dios justo? Vamos, predicante, ultrajas a tu dios presentándomelo de esta manera; déjame negarlo del todo, pues si existe, entonces lo ultrajaría menos con mi incredulidad que con tus blasfemias. Vuelve a la razón, predicante, tu Jesús no vale más que Mahoma, Mahoma no es más que Moisés, y los tres no más que Confucio, quien sin embargo dictó algunos buenos principios mientras que los otros tres desvariaban; pero en general todos estos personajes no son más que impostores, de los cuales el filósofo se ha mofado, el populacho ha creído y que la justicia hubiera debido ahorcar.


Fragmentos de Dialogue Entre un Prêtre et un Moribondis (1782), del Marqués de Sade. En español, Diálogo Entre un Sacerdote y un Moribundo. Editado en Argentina por Editora AC.

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