martes, 17 de febrero de 2009

Santiago y su ternura. El muchacho. Los peces. Los tiburones.

Recordó aquella vez en que había enganchado una de las dos agujas que iban en pareja. El macho dejaba siempre que la hembra comiera primero, y el pez enganchado, la hembra, presentó una pelea fiera, desesperada y llena de pánico que no tardó en agotarla. Durante todo ese tiempo el macho permaneció con ella, cruzando el sedal y girando con ella en la superficie. Había permanecido tan cerca, que el viejo había temido que cortara el sedal con la cola, que era afilada como una guadaña y casi de la misma forma y tamaño. Cuando el viejo la había enganchado con el bichero, la había golpeado sujetando su mandíbula en forma de espada y de áspero borde, y golpeado en la cabeza hasta que su color se había tornado como el de la parte de atrás de los espejos; y luego cuando, con ayuda del muchacho, la había izado a bordo, el macho había permanecido junto al bote. Después, mientras el viejo levantaba los sedales y preparaba el arpón, el macho dio un brinco en el aire junto al bote para ver dónde estaba la hembra. Y luego se había sumergido en la profundidad con sus alas azul-rojizas, que eran sus aletas pectorales, desplegadas ampliamente y mostrando todas sus franjas del mismo color. Era hermoso, recordaba el viejo. Y se había quedado junto a su hembra.

«Es lo más triste que he visto jamás en ellos -pensó-. El muchacho había sentido también tristeza, y le pedimos perdón a la hembra y le abrimos el vientre prontamente.»



No se sentía realmente bien, porque el dolor que le causaba el sedal en la espalda había rebasado casi el dolor y pasado a un entumecimiento que le parecía sospechoso. «Pero he pasado cosas peores -pensó-. Mi mano solo está un poco rozada y el calambre ha desaparecido de la otra. Mis piernas están perfectamente. Y además ahora te llevo ventaja en la cuestión del sustento.»

Ahora era de noche, pues en septiembre se hace de noche rápidamente después de la puesta del sol. Se echó contra la madera gastada de la proa y reposó todo lo posible. Habían salido las primeras estrellas. No conocía el nombre de Venus, pero la vio y sabía que pronto estarían todas a la vista y que tendría consigo todas sus amigas lejanas.

- El pez es también mi amigo -dijo en voz alta-. Jamás he visto un pez así, ni he oído hablar de él. Pero tengo que matarlo. Me alegro que no tengamos que tratar de matar las estrellas.

«Imagínate que cada día tuviera uno que tratar de matar la luna -pensó-. La luna se escapa. Pero ¡imagínate que tuviera uno que tratar diariamente de matar el sol! Nacimos con suerte», pensó.

Luego sintió pena por el gran pez que no tenía nada que comer y su decisión de matarlo no se aflojó por eso un instante. «Podría alimentar a mucha gente -pensó-. Pero ¿serán dignos de comerlo? No, desde luego que no. No hay persona digna de comérselo, a juzgar por su comportamiento y su gran dignidad.»

«No comprendo estas cosas -pensó-. Pero es bueno que no tengamos que tratar de matar el sol o la luna o las estrellas. Basta con vivir del mar y matar a nuestros verdaderos hermanos.»


Fragmentos de The Old Man and the Sea (1952), de Ernest Hemingway. En español, El Viejo y el Mar. Se consigue a través de Seix Barral.

1 comentario:

Josef Gaishun dijo...

¡Ojo que este blog sigue siendo vegetariano, eh!